22.12.06

José Rodríguez Itoiz

LOS MUERTOS

Y eran muertos, muertos.
Estaban en las redacciones
y se oía el entrechocar de sus huesos
fabricando mentiras;
alimentando al chacal y al financiero,
al corredor de Bolsa,
a la mujer del gerente y al proxeneta.
Al banquero y al comisario
y al fiscal pavoroso de odio y de gordura.
Salían de las tahonas
y era un osario de marcha escalofriante.
Iban contra la harina
y el multiplicado corazón de la levadura.
Contra la lengua labradora del viento.
Iban buscando el trigo para helarle la voz.

Los encontraba en la penumbra de los parques
acechando a los adolescentes enamorados,
opaleciendo el ojo de las muchachas joviales
y sembrando de vidrios las manos del amor.
Los encontraba en las exposiciones de pintura:
abstractos, no figurativos, arpilleras.
Salían de los cuadros como de una tumba
y todo se tornaba de hielo, mientras caía
sobre la ciudad contaminada
una lluvia de huesos y ceniza.
Salían de los libros.
En las noches se oían las carcajadas, su hipo.
Se restregaban las manos y era un arrastrar
de cadenas, una trituración de frentes puras.
Una danza macabra estremecía los techos,
y los perros se enroscaban sobre su miedo
como una O gigante,
y aullaban al mar de huesos que avanzaba,
mientras las estrellas tapiaban con crespones
los ventanales sin luciérnagas.

Entraban en los cafés, donde la algarabía
de las voces crecía hacia la luz como arboledas.
Y de pronto el hielo, el odio en las miradas:
buhos y vampiros como en los castillos abandonados.
Nadie sentía las manos, nadie sentía la boca
y la risa caía decapitada
como caen sobre surcos los pájaros muertos.
El carpintero fabricaba muebles en forma de ataúd,
y en los jardines, las flores se marchitaban
como en las cámaras mortuorias.
Una caravana de muertos anudados como racimos
venía por las carreteras, sin estandartes,
golpeando el pavimento con ritmo de resaca.
Senadores y Diputados con una sola máscara.
Los abogados con la sonrisa abierta como un puñal,
y los maestros, arrastrando la esfigie de Sarmiento
sobre la huella pútrida, en la noche siniestra.

Venían periodistas,
con dólares y dólares en las manos mendigas.
Y los médicos, buscándose el corazón en la caja del pecho
como si fuera un piojo.
Venían los niños, con los ojos viejos
y las manos pisoteadas como caminos,
sucia la voz, el sexo, la mirada.

Y los poetas, enhebrando palabras arrodilladas,
golpeando con azúcar las vitrinas dominicales,
donde la poesía va arrastrando su anemia.
Después venía el cineasta
haciendo el inventario de los idiotizados
con tanto celuloide invertebrado.

Pero los niños no se resignaban.
Movían los pequeños puños golpeando el día
como un enjambre de martillos coléricos.
Y los poetas también se avergonzaban.
Algunos tenían los ojos carcomidos por el espanto.
Se miraban las manos y las sentían como llagas abiertas,
y el llanto, como una lluvia pura
les lavaba el rostro atormentado.
Y entonces los niños y los poetas
salieron del rebaño de los muertos
y entraron en la vida,
como un río que entra en camino de árboles.

Reclamaban el éxodo del hombre
de la mentira y de la sumisión.
El libro y la guitarra en el umbral del día,
y el pájaro en la rama del ojo emocionado.

Hombro con hombro iban por las calles anchas.
Las estrellas volvían al tapiz luminoso del cielo.

Y la ciudad amaneció limpia como una ola
y los pájaros regresaron a la catedral de los bosques.
Y entonces el hombre comenzó a caminar
erguido como un mástil, hacia el país de la harina,
donde los niños y los poetas
tienen la estrella de mar y el trébol de cuatro puntas.


José Rodríguez Itoiz (1914-1976). Poeta y cuentista. Autodidacta, no cursó estudios regulares alguno. Dirigió las revistas "Gente Nuestra" y "Fibra"; codirector con María Luisa Rubertino de "Laurel". Colaboró asiduamente en "Hoy en la Cultura" en la década del 60 y en otras revistas y periódicos culturales. Poeta de voz popular; no duda en recurrir al poema-río para modular y verter su expresión. "Simiente", "Poemas del amor amplio", "Tierra desencantada" y "Siglo mío de trueno y amapola" son algunos de sus libros.

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